"El himno extraoficial de
la Unión Europea, oído en numerosos acontecimientos deportivos, culturales y políticos, es la «Oda a la alegría» del último movimiento de la novena sinfonía de Beethoven, verdadero «significante vacío» que puede representar cualquier cosa. En Francia, Romain Rolland la elevó a la categoría de oda humanista a la fraternidad entre todos los pueblos («la “Marsellesa” de la humanidad»); en 1938 se la interpretó como colofón de los
Reichsmusikstage y, con posterioridad, en el cumpleaños de Hitler; en
la China de
la Revolución cultural, en el febril marco del rechazo en masa de los clásicos europeos, se la redimió por considerarla una pieza de lucha de clases progresista; en el Japón contemporáneo, se ha convertido en un objeto de culto, entretejido en la estructura social en virtud de su supuesto mensaje de «júbilo a través del sufrimiento»; hasta los años setenta, es decir, durante el periodo en el que los equipos olímpicos de las dos Alemanias tenían que actuar como uno solo, el himno que se interpretaba cuando un deportista alemán lograba una medalla de oro era
la Oda y, al mismo tiempo, el régimen racista de Ian Smith en Rodesia, que proclamó la independencia a finales de los años sesenta para mantener el
apartheid, se apropió de ella y la convirtió en su himno nacional. Incluso Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso (hoy en prisión), mencionó, cuando le preguntaron por su música preferida, el cuarto movimiento de
la Novena de Beethoven. Así, pues, no resulta difícil imaginar una interpretación de la pieza en la que los enemigos más encarnizados, de Hitler a Stalin y de Bush a Saddam, olvidasen sus diferencias y participaran en el mismo momento mágico de extática fraternidad…
Sin embargo, antes de desdeñar el cuarto movimiento como una pieza «destruida por el uso social», permítasenos señalar ciertas peculiaridades de su estructura. A mitad del movimiento, tras escuchar la melodía principal (el tema de la «Alegría») en tres variaciones orquestales y vocales, algo inesperado ocurre en este primer clímax, algo que ha molestado a los críticos durante ciento ochenta años, ya desde la primera interpretación de la obra: en el compás 331, el tono cambia por entero y, en lugar de ofrecernos una solemne progresión hímnica, el tema de la «Alegría» se repite, pero al estilo de una
marcia turca procedente de la música militar para viento y percusión que los ejércitos del siglo
xviii habían tomado de los jenízaros; el tono es el de un carnavalesco desfile popular, el de un espectáculo burlón. Y, a partir de ese punto, todo se descabala, la dignidad sencilla y solemne de la primera parte ya no vuelve a aparecer y, en un claro movimiento de oposición a esta «turqueidad», en algo así como una retirada a una religiosidad interior, un a modo de coral (despreciado por ciertos críticos como un «fósil gregoriano») trata de representar la etérea imagen de millones de personas que se arrodillan, se abrazan, contemplan asombradas el cielo en la distancia y buscan al amoroso Dios paterno que ha de morar sobre el dosel de las estrellas («
überm Sternzelt muss ein lieber Vater wohnen»); sin embargo, la música se queda, por así decirlo, varada cuando la palabra
muss, pronunciada primero por los bajos, es repetida por los tenores y las contraltos y, finalmente, por las sopranos, como si este conjuro repetido fuera un desesperado intento de convencernos (y de convencerse) de lo que se sabe que no es cierto, con lo que la frase «ha de morar un amoroso padre» se convierte en una súplica desesperada y, por tanto, da fe de que tras el dosel de estrellas no hay nada, ningún padre amoroso que nos proteja o garantice nuestra fraternidad. A continuación, se intenta volver a un tono de celebración mediante una doble fuga cuya brillantez excesivamente artificial no puede sino parecer falsa, una síntesis desesperadamente mendaz, un intento desesperado de ocultar el vacío del Dios
ausente que la sección previa ha puesto de relieve. Sin embargo, la
cadenza final es lo más extraño de todo: suena menos a Beethoven que a una versión inflada del final de
El rapto en el serrallo, en el que los elementos «turcos» se combinan con el disipado espectáculo rococó. (Y no olvidemos la principal lección de esta ópera de Mozart: la figura del déspota oriental aparece en ella como la de un auténtico Amo ilustrado.) Así, pues, el final es una extraña mezcla de orientalismo y regresión al clasicismo de finales del siglo
xviii, una doble retirada del presente histórico, una admisión silenciosa del carácter puramente fantasmático de la alegría de la fraternidad universal. Si hay una música que, literalmente, «se deconstruye a sí misma», es ésta: el contraste entre la ordenadísima progresión lineal de la primera parte del movimiento y el carácter precipitado, heterogéneo e incoherente de la segunda no puede ser más acusado; no es de extrañar que, ya en 1826, dos años después del estreno, algunos críticos describieran el final como «un festival de odio a todo lo que se puede llamar alegría humana. La peligrosa horda surge con fuerza colosal, desgarra los corazones y nubla el destello de los dioses con su mofa alborotada y monstruosa».
Así, pues,
la Novena de Beethoven está llena de lo que Nicholas Cook ha llamado «símbolos sin consumar»: elementos excesivos en relación con el significado global de la obra (o del movimiento al que pertenecen), que no encajan con él, aunque no está claro cuál aportan. Cook cita la «marcha fúnebre» del compas 513 del primer movimiento, el abrupto final del segundo, los tintes militares del tercero, las llamadas «fanfarrias del horror», la marcha turca y muchos otros momentos del cuarto; todos esos elementos «vibran con un significado implícito que desborda el guión musical». No sólo es que haya que revelar su significado mediante una interpretación atenta, sino que la propia relación entre textura y significado se invierte: si el «guión musical» predominante parece imponer a la música un significado claro y preestablecido (la celebración de la alegría, la fraternidad universal…), aquí el significado no se da por adelantado, sino que parece flotar en algo así como una indeterminación virtual, como si supiéramos
que ahí hay (o, mejor, ha de haber) un significado, pero no determinar
cuál es.
Entonces, ¿cuál es la solución? La única solución radical consiste en invertir toda la perspectiva y problematizar la propia primera parte del cuarto movimiento: en realidad, las cosas no se descabalan sólo en el compás 331, con la entrada de la
marcia turca, sino que están echadas a perder desde el principio; debemos aceptar que en
la Oda hay como una insípida impostura, de modo que el caos que se desata tras el compás 331 viene a ser un «retorno de lo reprimido», un
síntoma de lo que estaba mal desde el principio mismo. ¿No habremos domesticado en exceso
la Oda a
la Alegría? ¿No estaremos demasiado acostumbrados a verla como un símbolo de gozosa fraternidad? ¿No deberíamos enfrentarnos otra vez a ella y rechazar lo que tenga de falso? A muchos oyentes actuales
la Oda no puede sino chocarles por su vacua pomposidad y
pretenciosidad, por esa solemnidad suya que no deja de tener algo de ridículo; recordemos lo que vemos cuando la retransmiten por televisión: cantantes rechonchos impecablemente vestidos y pagados de sí, con las venas hinchadas por el descomunal esfuerzo, que se acompañan con ridículos gestos de las manos para proclamar tan alto como puedan su sublime mensaje… ¿No tendrán
razón esos oyentes? ¿No estará la auténtica obscenidad en lo que
precede a la
marcia turca y no en lo que la sigue? ¿Por qué no cambiamos completamente de perspectiva y vemos en la
marcia una vuelta a la normalidad cotidiana que interrumpe la exhibición de tan ridícula pedantería y, por tanto, nos devuelve a
la Tierra, como si nos dijera: «Así que queréis celebrar la fraternidad entre los Hombres… Pues, aquí la tenéis: así es la humanidad…»?"
Slavoj Žižek, En defensa de causas perdidas, trad. (inèdita) de Francisco López, Akal.
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